Ensayando la misma frase en mi cabeza: “My name is Adriana, I’m from Colombia… My name is Adriana, I’m from Colombia…”, la repetí tantas veces que por un momento olvidé que ya era mi turno. Ojos fijos en mí, esperando una respuesta.
“My name is Adriana, I from Colombia,” dije. Instantes después, ya me encontraba repitiendo otra frase: “Hice lo mejor que pude… Hice lo mejor que pude…” Me lo repetía a mí misma, tratando de que esa perfeccionista dentro de mí no siguiera recordando que lo había pronunciado mal.
Han pasado ya casi tres años desde aquella vez que tomé la decisión de arriesgarme e ir por lo que siempre había querido: un mejor futuro, una mejor vida y la oportunidad de rodearme de un idioma distinto. Con el tiempo, te acostumbras a que, aunque el miedo a hablar esa segunda lengua sigue ahí, a veces ya ni sientes en qué idioma te están hablando. Otras veces, el miedo sigue presente, pero se convierte en tu compañero y aprendes a convivir con él. También hay días en los que el silencio se impone, o simplemente agachas la cabeza y oras para que nadie te vea, porque parece la mejor opción.
Aun así, cada día trae nuevos retos, aprendizajes, algo por mejorar y muchas, pero muchas, vergüenzas que experimentar. Te esfuerzas por entender y por hacerte entender. Sin embargo, no siempre lograrás que te comprendan completamente. En una de mis clases de comunicación, la profesora nos explicó que solo un pequeño porcentaje de nuestro mensaje es entendido exactamente como lo queremos transmitir. Es imposible que el 100% de lo que decimos sea percibido de la misma manera en que lo imaginamos en nuestra mente.
Durante estos últimos años, he llegado a la conclusión de que aprender un nuevo idioma no se basa solo en gramática, verbos y vocabulario, ni en escuchar audios todos los días para acostumbrar el oído a esa nueva voz. Aprender un idioma es mucho más que eso: es dar un salto hacia un nuevo mundo, una nueva cultura. Es sentir que, a pesar de ser ya una joven adulta, estás volviendo a nacer. Cada día te sientes como un niño experimentando todo por primera vez.
El otro día, estaba con una amiga saliendo de la casa de su hermana. De repente, ella dijo algo que no entendí bien, y mi primera reacción fue tomarlo de manera literal. Me dijo: “Adriana, you have your dogs out.” Me quedé pensando unos diez segundos antes de responderle: “No, I don’t have dogs, those are your sister’s dogs.” Al instante, ella empezó a reírse mientras yo la miraba confundida. Pensé: debe ser un slang de aquí. Para aquellos que no lo saben—al igual que yo no lo sabía—”you have your dogs out” aparentemente significa que tienes los pies descubiertos, sin medias. Me dije a mí misma: cada día aprendo algo nuevo, y sí, cada día lo hago.
He estudiado y dedicado horas y años al inglés desde que tenía 10 años. Mi fascinación por este idioma comenzó en quinto grado, cuando mi profesora de inglés nos enseñó una canción: “I See the Light”, de la película Enredados (Tangled) de Disney, mi favorita. Desde entonces, mi amor por los musicales creció, junto con la necesidad de aprender inglés, porque solo así podía cantar esas canciones. Aunque también estaban traducidas al español, el sonido en inglés me atraía más.
Años después, sin darme cuenta, tomé un avión con destino a Nantucket, una hermosa isla cerca de Boston, en el estado de Massachusetts, EE.UU. Si no han ido, deberían conocerla. Es preciosa en verano, y allí viví mis mejores dos años. Se lo recomiendo a cualquiera. Durante mi tiempo en Nantucket, enfrenté desafíos que, aunque difíciles, me ayudaron a mejorar mis habilidades en inglés. Por supuesto, el mar y las olas fueron mis compañeros en todo ese proceso.
Como mencioné antes, no se trata solo de hablar con buena gramática, sino de comunicar tu opinión con la confianza de que, aunque la estructura no sea perfecta, el mensaje será comprendido. Sin embargo, cuando aún estás aprendiendo un idioma, el riesgo de ser malinterpretado es alto. Esta es la realidad que vivimos muchos estudiantes extranjeros cuyo primer idioma no es el inglés, o al menos, es la que yo experimento ahora mismo.
Llevo años tratando de entender la razón detrás de mis nervios al hablar, ese bloqueo que ocurre cuando es mi turno de decir algo en clase. Me he preguntado cuántas oportunidades he perdido por miedo a fallar o a decir algo incorrecto. Aprendiendo a conocerme, me di cuenta de que el problema no era solo cómo hablaba o pronunciaba, sino lo que había detrás de mis palabras: qué emociones acompañaban mi discurso, dónde estaba mi mente y cómo me percibía a mí misma. También entendí que mis nervios al hablar en otro idioma provenían del miedo al juicio y al rechazo. Como seres humanos, tenemos ese instinto de querer pertenecer y ser aceptados. En mi caso, el miedo a la opinión de los demás—especialmente la de los hablantes nativos—y el temor al rechazo siempre estaban presentes cuando tenía que hablar en clase o saludar a alguien en el pasillo.
Los debates en clase, las preguntas serias, las conversaciones entre amigos que hablan demasiado rápido, el sentirse excluido porque no sabes de qué están hablando o cómo integrarte… todas son situaciones que he experimentado. Sin embargo, un día me pregunté: Adriana, ¿realmente vas a perder la oportunidad de conocer a una persona increíble o de conseguir ese trabajo solo porque tienes miedo de que te escuchen y cometas un error?
Para aquellos que están pasando por lo mismo, quiero compartir lo que he aprendido: practicar todos los días, estudiar nuevas palabras, leer al menos dos horas diarias y ser paciente conmigo misma han sido herramientas clave para mejorar. Y, sobre todo, seguir hablando con los demás, incluso cuando el miedo está presente.

También he aprendido la importancia de saber comunicarme en cualquier entorno. Existen millones de personalidades en el mundo y cada persona es un universo por descubrir. La confianza, la empatía, el respeto y la honestidad son fundamentales para establecer una comunicación efectiva, y recibir ese mismo trato de los demás es igualmente crucial. Abrir la mente es el primer paso para descubrir que hay un mundo más allá del nuestro.
Aprender un segundo idioma te lleva a descubrir partes de ti que no conocías y que ni siquiera sabías que debías mejorar. También te enseña que no puedes controlar cómo reaccionan los demás, incluso cuando saben que no eres hablante nativo. Y que, sobre todo, está bien equivocarse. Hablar un segundo idioma es sinónimo de perseverancia, resiliencia y valentía. Un buen amigo una vez me dijo: “Adriana, no importa lo lento que avances, mientras no te detengas.”
El otro día fui a la biblioteca para preguntar por tutores que me ayuden a mejorar mi speaking, ya que necesito a alguien que evalúe mis habilidades y me diga qué debo mejorar. Justo esta primavera, abrieron un programa de ESL para estudiantes que quieran mejorar su inglés. Inició el 4 de febrero de 5p.m. a 7p.m. en Jenkins Hall cada martes y miércoles, Room 238, por si alguien está interesado en asistir.